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Lluís Domènech
Miércoles, 27 de Mayo de 2020 Tiempo de lectura:

La otra crónica del coronavirus: la guinda final a la Edad Contemporánea

En ocasiones tengo que comprobar que no me han echado un LP de Pink Floyd en el café para saber que no estoy navegando con Julio Verne y es cierto lo que veo.

Habían pasado dos meses y nueve noches desde que el mundo se fuera a la mierda. Era una tarde anodina que comenzó con la beligerancia de una señora que, después de tener una sesión de sexo duro con el BOE, me increpó con vehemencia por no llevar máscara. (Apunte: creo que el encuentro amoroso fue con la luz apagada o tan precoz que no se llegó al apartado de las exenciones).


Tras otra batalla perdida, tuve a bien meter el hocico en las redes sociales y me acojoné porque creo que hay gente que puede convertirse en amish. No en el sentido anabaptista de la corriente, pero sí en aspecto folklórico de ese tipo de vida.


Con la que está cayendo y nos va a caer, vi que la preocupación de la mayoría absoluta de conciudadanos se centraba en la cultura popular. No exactamente en la que coloreó Andy Warhol, en concreto apuntaba a una esencia de índole goyesca.


La cosa no mejoró en el televisor, donde los capitalinos ondeaban las banderas con tanto ímpetu que podían pasar dos cosas: o espantaban al coronavius con el vendaval, o hacían aterrizar un ovni en la Castellana. 


La gente se aferra tanto a la tradición que pronto borraremos 1968 de la historia, volveremos a intentar pagar con maravedís y pugnaremos con las potencias europeas para que nos dejen un “pedacito” de desierto yermo en la próxima colonización.


Aunque me entraron ganas de vagabundear con nihilismo hacia algún oeste, entendí que todos los caminos te llevan a casa durante la Fase 1 y decidí intentar extraer una conclusión.


Tras un intercambio de mensajes de voz con un amigo más ducho que yo en estos asuntos, entendí que la tragedia que hoy vivimos es la “guinda” al final de la Edad Contemporánea y que mi generación vive como Peter Pan por obligación económica, no por creencia religiosa.


Intuí que cada caída ofrece una nueva perspectiva en contrapicado del mundo. Y desde el suelo pude atisbar que de esta crisis también ha surgido la oportunidad para tener una mejor conciliación laboral y personal, o para repoblar la España vaciada. (Apunte: una amiga me dijo en una entrevista que las personas que no tienen familia, también tienen derecho a la vida privada. Automáticamente incorporé la teoría a mi repertorio y desestimé la conciliación laboral y familiar).


Sin embargo, veo difícil la perpetuidad del teletrabajo porque en un país divididamente estratificado, sin la clasificación de los despachos, los de la planta de arriba perderían el status quo. Piensen que esa generación aún forja su identidad con el trabajo.  (Apunte: la mía, como no puede hacerlo así, busca el reconocimiento social a través de aficiones ‘chic’ para construir su imagen en Instagram. Lo hace con publicaciones sobre autosuperación deportiva, ropa, comida ‘gourmet’, viajes, belleza física, arte…).


También de este caos extraje que no hemos sido capaces de fabricar las mascarillas necesarias porque lo habitual es que las compremos a precio de risa a países que no tienen derecho para el trabajador, ni cura para el medioambiente.


Ahora es el momento donde podemos plantearnos el futuro, o podemos dejar que otros con intereses más definidos decidan mientras nosotros estamos entretenidos pillando asiento en una terraza, jugando a ‘atrapa la bandera’ o devorando pan y circo. 


¿Debemos comprar a quien no respeta al trabajador o a la naturaleza?
¿Queremos 50 años más de ladrillo y ‘balconing’?
¿Continuamos enviando talento joven a Alemania y manteniendo retiros dorados en el Senado?

 

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