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Lluís Domènech
Miércoles, 28 de Octubre de 2020 Tiempo de lectura:

Los jóvenes van como locos

Una ardilla podría cruzar Onda sin tocar suelo, saltando de idiota en idiota.

La siguiente es una historia verídica, va de situaciones entrelazadas y de cuestiones que se repiten por ser inherentes; es el relato hilvanado con el patrón de New York, I love You pero sustituyendo el amor por la gilipollez al volante.

 

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Comencemos por el final. Aquel mediodía de otoño había cesado el frío en boga de los últimos coletazos del verano, yo estaba disfrutando lentamente del trayecto del martes entre el trabajo y el plato de comida cuando un claxon me aplaudió las orejas como lo hacen los directos de Mayweather.


En el espejo retrovisor vi como se acercaba beligerantemente un corcel de tropecientos millones de euros, muchos metros de eslora y del color de los libros de economía del instituto, gris. Al parecer la conductora tenía prisa o, simplemente, quería montarme como lo hacen los animales en el Discovery Channel. 


Rápidamente calculé que mis posibilidades levitaban entre dos opciones: acelerar o sacar el boli Bic para rellenar el parte del seguro. Tomé la primera y evité los daños materiales, sin embargo me gané el reproche de un tercer piloto que llegaba a aquella orgía del automóvil montado en su furgoneta de reparto y con ganas de mostrar su miembro.


Una vez el tercero en discordia combinó los pitidos y las voces cual disc jockey en Ibiza para dejar patente lo larga que la tenía, pude volver a centrarme en el escollo de la cuestión. Aquella señora se había presentado en el cenit de la mañana para  irrumpir en la intimidad de mi viaje y para desmentir que únicamente la adolescencia fragua la tontería. Sin embargo, con su madurez visible en el rubio desteñido de sus raíces capilares, se comportó como los yuppies en El Lobo de Wall Street.


La conclusión me acercó al pasado y atisbé que no era la primera vez que testé que el dinero, el estatus local de gente “de bien” y la misa dominical son compatibles con ser un capullo.


No en vano hace menos de una década, cuando aún se podía aparcar en el borde consistorial del Pla, sufrí un agravio al que juré un ‘ojo por ojo’ que nunca cumplí. Encontré a mi vespa india en el fragor de una mañana laboral cómo si acabase de salir de un ‘after hours’: su virginal rojo carmesí del ala lateral estaba manchado por haberse derramado el petróleo de su cáliz al desfallecer en el suelo; sus retrovisores desviaban los ojos y únicamente eran compatibles con la perspicaz mirada de Fernando Trueba; y finalmente, lo más dañino, el manillar se había retorcido como los dientes de Ronaldo Nazario antes de conocer a los odontólogos de Milán. 


Podrán anticipar que para jurar venganza, tuve que averiguar quién había profanado la belleza italo-india de mi moto. Fue en ese proceso donde apareció la moraleja de la cuestión. Y es que el antisistema más famoso de la Vila,  el que comenzó a llevar barba antes que llegara la moda hipster, fue quien resolvió la paternidad del asunto.
Este personaje popular, recientemente viralizado a través de WhatsApp, era un habitual posado al sol de las mañanas en ese emplazamiento céntrico. Días después del percance, me paró en el mismo lugar de los hechos con un “¡ey chaval!, ven un momento”.


Bastaron menos de tres minutos de conversación con el famoso beatnik para saber que un varón de media edad, barriga cultivada y un bolsillo pródigo había tenido un almuerzo pesado y, desde la altura otorgada por su tanque alemán de alta gama, no pudo ver la pequeñez de mi vespa al hacer marcha atrás. Según mis fuentes y mi imaginación, tras propiciar la coz y derribar a mi amiga, bajó de la ingeniería germana para “recolocar” la vespa sobre la calzada como el que se sube los pantalones después de un “aquí te pillo, aquí te mato”. Luego abandonó el lugar sin dejar flores de despedida, sin firmar un cheque para la pensión y sin escribir un teléfono para futuros coitos.


Por todo ello, antes de culminar el trayecto de aquel martes, concluí que el reparto de los pecados suele ser coral, como en Love Actually y el protagonismo suele manchar diferentes actores de edades y estamentos sociales dispares. Pero no puedo dejar de pensar que el héroe de esta historia está fuera del juego social y considerado ‘dalit’ en el sistema de castas. Y, paradójicamente, los que alardearon el egocentrismo al volante son los que ostentan el título de “ciudadanos”. Pero “los jóvenes van como locos”…

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