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Lluís Domènech
Domingo, 11 de Octubre de 2020 Tiempo de lectura:

Cómo hacerte un test del COVID-19

Hoy escribo con el ánimo de ayudar más que el de informar, entretener o cabrear (como hago habitualmente). Esta es la historia contrastada de cómo se vive el proceso para testar si el puto virus está en tu cuerpo o si eres libre de pecado.

Los profesionales del sector dirán que hay más formas y, los que han vivido en sus narices la entrada del algodoncillo, tendrán otra verdad. Pero esto puede suceder y sucedió en un tiempo pasado.

La noticia se forjó en el teléfono un miércoles a la hora de la merienda. De la voz del paciente, te enteras que has estado en contacto con una persona que padece los síntomas y que ha financiado la certificación del contagio mediante una prueba de antígeno en un laboratorio privado. Hasta el día siguiente no tiene cita en el centro de salud para pasar la PCR, test que dará oficialidad pública al asunto y que tarda alrededor 48 horas en levantar o bajar el pulgar cual emperador romano.


Cuando tu cuerpo es susceptible de albergar el bicho, aunque que carezcas de las dolencias físicas asociadas a esta enfermedad, el paso uno es aislarte como lo hacen los osos en invierno, en aras de salvaguardar la salud de los tuyos y los cercanos. 


Al subir al segundo escalón, el teléfono arde porque llamas a todas los centros médicos privados de los alrededores, quieres hacerte un test de antígeno a la mayor brevedad posible y saber si eres portador de la pandemia o puedes vestirte de blanco para la noche nupcial.


Esa tarde es imposible, te dicen que han pasado demasiadas pocas horas desde el contacto, que fue lunes previo, y que no tienes por qué haber exteriorizado la tos, el estornudo o un ‘gripazo de cojones’. La mayoría de laboratorios te emplazan al lunes siguiente y tú te imaginas preso de la incertidumbre más de una semana. 
Sin embargo, la esperanza llega cuando en uno de ellos te dicen que al día siguiente pueden testarte. Aunque te autoconvences de que no pasa nada, a la mañana siguiente estás allí a primera hora y caminas por la calle con la mascarilla y pensando que estás deshumanizado con un tatuaje en el brazo como el que portó Primo Levi.


En la pequeñez que otorga la parte de afuera del mostrador, explicas tu caso y te vuelven a recordar que es demasiado pronto para la PCR, pero que puedes pasarte un test de antígeno. Te sientan en un taburete similar al del pediatra y acto seguido, con un utensilio similar a los bastoncillos de las orejas pero de una elongación destacable, exploran tu garganta y fosas nasales hasta conocer las ideas que pasan por el cerebro.


En una media hora y 40 € más más pobre, sabes el resultado del antígeno y es negativo, estás libre de pecado. Pero antes de celebrarlo debes recordar que te han explicado esta prueba no es tan fiable como un PCR, debes guardarte y además puede ser que el test antígeno te salga negativo aunque estés contagiado, si no tienes síntomas o una carga viral muy alta… (Aunque en la intimidad que conseguí con la señora que indagó en mis narices, me confesó que un chico asintomático había dado positivo en ese test).


Como el asunto es peliagudo, te vuelves a esconder tras la ventana para contar las horas para llegar al momento en que puedes lidiar con la PCR. Eso fue el sábado por la mañana y el proceso de extracción de la muestra fue el mismo (y no mejoró respecto a la primera cita).  


 Tras empobrecerte en 140 € más, debes desesperar 48 horas. Finalmente la tranquilidad llegó el lunes por la tarde y en forma de correo electrónico, la sentencia viene como la primera vez que te deja una chica: en una terminología que no entiendes y argumentada con unas palabras que no asimilas. Cuando te calmas un poco y los segundos dejan de ser eternidad, ves el ‘NEGATIVO’ destacado en mayúsculas. 


Sin embargo siempre me quedarán algunas dudas: ¿Tendría que haberme llamado un rastreador?, ¿Si no guardo celibato por propia devoción podría haber contagiado a gente?…

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