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Lluís Domènech
Martes, 15 de Marzo de 2022 Tiempo de lectura:

50 vecinos ondenses y ucranianos

Tras años de dramas en el Telediario, nuestros ojos se habían acostumbrado a devorar imágenes cruentas a la velocidad de la luz y engullir, cual plato de caliente, las crónicas de corresponsales-

El norteamericano medio, al que Ford le puso un coche en su garaje y el sueño americano en la cabeza, vio por primera vez una guerra retransmitida en el informativo en los años 70. 


Es cierto que antes, en las mundiales, se produjeron una cantidad basta de imágenes bélicas y películas de propaganda. Pero Vietnam, a nivel mediático, fue el primer conflicto “moderno”. 


Tras años de dramas en el Telediario, nuestros ojos se habían acostumbrado a devorar imágenes cruentas a la velocidad de la luz y engullir, cual plato de caliente, las crónicas de corresponsales en Islamabad. Habíamos perdido cercanía y ganado cierta insensibilidad.


Hoy todo ha cambiado. Todos conocemos a alguien. Una cincuentena de vecinos comparten gentilicio ondense y ucraniano, la factura emocional de la pandemia aún no está pagada y la distancia hasta el conflicto se puede recorrer en automóvil.


Quizás, para los millennials, sea la primera guerra que estamos sintiendo de una forma posmoderna, con bombardeo en medios y en redes sociales. Incluso con la pregunta directa de un alumno preocupado, el llanto de un niño o el testimonio familiar de un compañero de trabajo.


Por otra parte, como acertó Carlos Rodríguez, “hay vida más allá de nuestro ombligo y del Apeadero de Betxí”. Por ello, no somos ajenos a nuestra condición de europeos, la que nos dota de una responsabilidad moral sobre la ayuda que recibe la parte instigada de esta batalla. 


Sentí orgullo cuando supe que la sociedad local se había organizado para enviar “ropa, pan y aspirinas”. Es lo poco que podemos hacer la gente por las gentes. Es el margen de maniobra que tenemos los que no ostentamos el poder para ayudar a los que carecen de él. 


Los que sufren, mueren y libran las guerras no suelen ser los que cobran las victorias. Ocurrió en el Mekong y ocurre ahora en Járkov. En un mundo que ha perdido la conciencia de clase, lo que pasa en Ucrania nos recuerda al estrato social que pertenecemos. 


Ahora, nos vemos reflejados en el niño que huye en el coche de Reuters mientras añora a su padre, el hermano mayor que hace cola para coger un kalashnikov o el médico que vio como no puedo reanimar a aquella niña herida por la metralla.


A todo ello se suma que la sombra de la guerra no entiende de fronteras y se alarga por el viejo continente. La industria cerámica nota los bombardeos en el bolsillo y recela por el gas.


Los políticos señalan la autosuficiencia energética como la viabilidad de la Unión Europea y al final, como sucedió en el Mekong y sucede en Járkov, las personas sufriremos la subida de testosterona de un esperpento con ínfulas de zar.
 

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