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Lluís Domènech
Viernes, 05 de Febrero de 2021 Tiempo de lectura:

El ‘día de las comidas’

Ahora los sábados son un lunes y los lunes son una mierda. Esta es la conclusión filosófica a la que llegué tras 19 días y 500 noches de pandemia. Sin un rayo de esperanza en el horizonte, empleé el desasosiego provocado por la monotonía para averiguar cuáles eran las mejores juergas de la ‘antigua normalidad’ (la fetén, porque la ‘nueva normalidad’ es un lunes y los lunes son una…).

No tardé en concluir que la respuesta residía en el ‘día de las comidas’. Para los que nos lean desde Marte debo explicar que aquella ceremonia era un sacramento más del que comulgaban la mayoría de jóvenes de Onda. Acontecía tres veces al año y coincidía con el final de los trimestres del instituto. (Apunte: se ubicaba estratégicamente unas jornadas antes de que el cartero llamara dos veces a la puerta con el boletín de notas).

 

Todo comenzaba con la manida frase pronunciada por los profesores: “Os recuerdo que el miércoles es lectivo y hasta las tres tenéis clase, además os voy a poner un examen”. Sin embargo, aún existía el poder de negociación colectiva. Éramos pardillos por naturaleza pero en Música Sí nos facilitaban la osadía necesaria con canciones como My Favorite Game de The Cardigans:

 

 

Vaya por delante que ese rito ha quedado en desuso y en aras de la civilización se derogó su práctica. El tema solía acabar como ‘el Rosario de la Aurora’ y era propicio a la emboscada. Mientras el resto de vecindad llevaba a cabo sus rutinas habituales de un miércoles, los adolescentes merodeaban por el pueblo “más contentos de lo habitual”. Cuando caía la noche, la cena se les servía en frío en sus casas y en consecuencia se disparaba la tasa de castigados de una forma epidémica.

 

A la hora H del día D nos congregábamos en el Galeón, el Chaplin o la Bolera… en ese tiempo no había lugar para los tímidos porque nos conocíamos todos en persona, para lo bueno y para lo malo. En ausencia de Tinder, se depositaban demasiadas esperanzas en esos acercamientos “casuales” y muchos volvíamos a casa con la caña de pescar rota.

 

Faltaban años para que naciera Youtube y más de una década para se empleara con asiduidad. Por ende, el videoclip era un género televisivo de audiencia, seguramente en las cafeterías pinchaban la MTV en esas matinales y en esa época Liquido lo petaba con Narcotic:

 

 

Tal exaltación de la juventud llevaba el apellido de ‘comidas’ porque a eso de las dos nos repartíamos estratégicamente para comer en los bares. Los bachilleratos podían ser de ciencias o de letras, sin embargo no había espacio para la poesía en el menú. Los bocadillos solían presentar unas dimensiones descomunales y en su interior hacían acto de presencia el bacón, la mayonesa y otros ingredientes diabólicos. El sumiller se sacaba de la manga trepidantes jarras con unas mezclas demoníacas que ahora no podemos ni oler. (Apunte: los más avezados no dudaban en comer una rosquilleta y reservar el espacio para otros menesteres. Eso nunca funcionó en el día D de Onda, los valientes caían pronto cual desembarco de Normandía).

 

El Museo, anteriormente El Búnker y El Sitio a posteriori, era especialmente concurrido el ‘día de las comidas’ y cuenta la leyenda que las gotas de sudor caían del techo por la aglomeración feromonas juveniles que se daban cita. El “saber estar” que adquirimos en esas tardes de abrazos, roces y algún puñetazo lo emplearíamos en la posteridad para los jueves universitarios, festivales y otras citas donde el protocolo requería ‘ponerse como Las Grecas’.

 

En el catálogo solo había tres estilos de música: rockmaquineta y pachanga, esta última englobaba todo lo que no formaba parte de los dos estamentos anteriores. El Museo tiraba un poco de todo y, en esos días de dos rombos, The Bad Touch tenía los componentes necesarios para que se fraguara la fórmula del baile:

 

 

Normalmente en el Swing estaban preparando algún cáliz celestial bendecido con algo de Coca-cola, hielo curativamente frío y chupito de fresa. (Sí, éramos duros pero no tanto). Virtuosamente ese aliño afresado era lo primero que solías oler cuando te acercabas a la barra, tiene mérito porque se podía fumar dentro de los garitos y la parroquia ejercía una interpretación vanguardista de esa ley.

 

Te sentías salvajemente contento cuando abrías aquellas puertas negras cual Clint Eastwood en la ‘trilogía del dólar’. No sé porqué, ni nunca se lo pregunté al disc jockey, pero solía sonar Mala Vida de Mano Negra bastante a menudo en el Swing, también los días D:

 

 

Para los más escépticos les contaré un secreto: aquello era el genuino ‘tardeo’, lo que hacíamos en 2019 eran historias para Instagram. La prospección filosófico-festiva se zanjó con la voz científica de una amiga que me aseguró que, cuando pase este apocalipsis, se desatará la tercera juerga mundial. Hasta entonces la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad está dicha en Bittersweet Symphony:

 

 

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