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Lluís Domènech
Domingo, 17 de Enero de 2021 Tiempo de lectura:

El año más raro de nuestras vidas

Dudé varias veces de mi ubicación geográfica: primero creí estar en el ‘down town’ de Reikiavik porque el empacho de estampas nevadas en redes sociales me había hecho delirar; después salí del abrigo de un libro proscrito para empaparme de Filomena en el trayecto a una de esas putadas protocolarias que, por más que se repiten, no les acabo de coger el gusto.

Fue el fin de semana pasado y serían las nueve con nocturnidad y alevosía. El cerrojo preventivo de los bares se entrelazó con las primeras lluvias de la tormenta para vaciar las calles al estilo de la segunda película de Alejandro Almenábar. 


En esa soledad cinematográfica de las aceras mojadas testé que el cambio de dígito ha traído unos números de contagios que no parecen alentadores. Derivado de estas aguas, han llegado los lodos en forma de normas que nos sirven la merienda en casa, a la hora del té, y ciñen el cinturón del hostelero cual vitola en el habano de un ‘stripper’.


Hace unas semanas, el murmullo colectivo ansiaba la llegada de 2021 como el adolescente que cree que la mayoría de edad le traerá la libertad auténtica, nada más lejos de la realidad. Aguardábamos a ver el unicornio rosa posado sobre el semáforo de la Bolera en verde, sin embargo, como diría Iván Ferreiro, “el equilibrio es imposible” y “qué caras más tristes” se nos han quedado. Porque el futuro, al menos el inmediato, se viste de incertidumbre.


De momento, se extiende la sensación de una vulnerabilidad extraña que llegó en marzo y que aún no se ha ido. Miramos con morriña los tiempos mejores del modo que el adulto reconoce la auténtica libertad en la inocencia de su niñez.


Qué felices éramos ahora hace un año, cuando no conocíamos el COVID y aguardábamos las próximas vacaciones para poner fotos oníricas de paraísos terrenales. Qué normales éramos entonces cuando no imaginábamos las estanterías de un supermercado vacías y no sabíamos que el atrincheramiento nos esperaba en nuestras propias casas. Qué Sabina le iba a decir a sus peces de ciudad que serían carne de casa rural.  

 

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